Son también importantes los experimentos que demostrarían el vínculo profundo entre combustión y respiración. Estos resultados fueron alcanzados por el químico y físico inglés J. Priestley (1738-1804) en la década de los setenta del siglo XVIII. En primer lugar, comprobó que en una atmósfera compuesta por el gas liberado en la combustión de una vela podía vivir una planta. Y algo más sorprendente aún, demostró que el aire residual, que quedaba después de largas horas de permanencia de una planta en su seno resultaba vivificante, pues en él un ratón se mostraba especialmente activo y juguetón. Al mismo tiempo observó que en este aire modificado por la acción de las plantas los materiales ardían con más facilidad. Desde otro ángulo, los resultados de Priestley fueron los primeros indicios de que plantas y animales formaban un equilibrio químico que hacía respirable la atmósfera de la Tierra. La enorme significación de este equilibrio ha sido lentamente comprendida por la humanidad.
La reversibilidad del proceso químico fue ya apuntada por Black al estudiar la descomposición de la caliza, y en el verano de 1774 una sólida evidencia a favor de esta tendencia fue obtenida por Priestley cuando comprobó que el sólido formado durante la reacción del aire con el mercurio, al calentarse, regeneraba el mercurio y se liberaba un gas que podía colectarse por desplazamiento del agua y que mostraba las cualidades correspondientes al conocido aire vivificante. Es este experimento es el causante de la polémica histórica alrededor del descubrimiento del oxígeno.
Dos años antes en Estocolmo, el químico sueco C. Scheele (1742-1786) logró aislar el mismo componente que Prietsley, y lo bautizó con más propiedad aire incendiario, para destacar que en su seno ardía vivamente una vela y una astilla incandescente rápidamente se inflamaba. Sin embargo, no publicó sus investigaciones hasta 1777, en un libro de sugerente título Tratado químico sobre el aire y el fuego. En este libro describe los procedimientos para determinar la composición del aire, que según demuestra está constituido por “fluidos ligeros de dos géneros”. Por primera vez está apuntando la existencia de los dos principales componentes del aire: el nitrógeno y el oxígeno. Se venía derrumbando la noción del aire como algo elemental e inerte.
Cuando en 1774 Priestley viaja a París y revela a Lavoisier su descubrimiento sobre el aire, pasan a trabajar juntos en los experimentos con el óxido de mercurio, y en 1775 aísla el aire “puro”. En estos momentos desarrolla la concepción de que en toda combustión transcurre una destrucción del aire “puro”, y el peso del cuerpo que ardió se incrementa exactamente en la misma cantidad del aire absorbido. Rompe así Lavoisier con toda visión flogista de la combustión, y la nueva comprensión de los fenómenos químicos se asienta en los resultados de introducir la balanza para medir las masas de las sustancias que participan en las reacciones.
Intentemos resumir los hechos experimentales conocidos en la época: cuando metales como estaño y plomo se calientan en un recipiente cerrado que contiene aire se observa el aumento del peso del “calcinado” y la constancia del peso del sistema total, al tiempo que se crea un vacío parcial en el interior del recipiente y sólo aproximadamente una quinta parte del volumen del aire se consume.
La interpretación que da Lavoisier a estos hechos es bien distinta de la de sus colegas británicos. Los metales no liberan gas al calcinarse sino que se combinan con un elemento componente del aire que se corresponde con el aire “puro”, y de ahí su incremento en peso. A partir de entonces nombra este nuevo elemento gaseoso como oxígeno.
Al componente gaseoso residual de la combustión correspondiente a las cuatro quintas partes en volumen del aire, caracterizado por su relativa inercia química (el aire flogistizado de Black) lo denomina azoe. Y por último, al enigmático gas inflamable de Cavendish que es capaz (según comprobó experimentalmente en 1783) de arder produciendo vapores que condensan en forma de gotas de agua, lo llama hidrógeno.
En 1789, casi coincidiendo con la Revolución Francesa, Lavoisier publicó su Tratado Elemental de Química, en el que expone el método cuantitativo para interpretar las reacciones químicas y propone el primer sistema de nomenclatura para los compuestos químicos, del que aún perdura su carácter binominal. Se está asistiendo al nacimiento de un nuevo paradigma como coronación de un proceso revolucionario en el campo de las ideas. El siglo no cerraría sus puertas sin que un representante de la Escuela francesa, Joseph L. Proust (1754-1826), por el camino del empleo sistemático de la balanza, descubriera que las sustancias se combinan para formar un compuesto en proporciones fijas de masas, la llamada ley de las proporciones definidas. Quedaba demostrado que, de un polo al otro del planeta, los compuestos químicos presentan idéntica composición.