Bordeando la frontera del interés de físicos y químicos, las ideas iniciales sobre el calor se corresponden con toda una etapa del desarrollo de las ciencias en que se introducen un conjunto de varios agentes sustanciales, entre los que se destacan el éter, el calórico y el flogisto. Estas posiciones, un tanto ingenuas, se basaban en el principio de no introducir la acción a distancia para explicar los fenómenos físicos, al no disponerse de conceptos y núcleos teóricos acerca de los campos, de las múltiples formas de energía, de sus transformaciones, y por otro lado para mantener el principio de las relaciones causa-efecto. La idea de que el calor era una forma de movimiento de la sustancia ya había sido expresada por Robert Boyle (1635-1701), entre otros, pero no fue elaborada y completada hasta mediados del siglo XIX. Predominó desde alrededor de 1787 la concepción expresada por Lavoisier del carácter sustancial del calor, que llamó a dicha sustancia calórico. Uno de los pioneros en la construcción de la teoría moderna del calor fue el físico químico escocés Joseph Black (1728-1799). A él se debe la introducción de los conceptos del calor específico y el calor latente de vaporización de las sustancias. También descubrió que sustancias diferentes muestran capacidades caloríficas distintas.
Joseph Black estudiaba la descomposición térmica de la piedra caliza cuando advirtió que se formaba cal y se liberaba un gas. Llamó su atención que la cal producida en esta reacción, expuesta al aire regeneraba la caliza. Era la primera vez que se tenía una clara evidencia acerca de la reversibilidad de un proceso químico y por otra parte se ponía de manifiesto que el aire debía contener el gas que luego se fijaba a la cal para “devolver” la caliza. Pero la concepción del aire como elemento inerte impedía penetrar en la esencia del proceso. Nuevos resultados de Black, al abordar la combustión de una vela en un recipiente cerrado serían otra vez malinterpretados. Fue comprobado que se liberaba el mismo gas que en la descomposición de la caliza, y que si este gas era colectado en un recipiente, en la atmósfera resultante tampoco se lograba reiniciar el proceso de combustión de la vela.
Se siembra la semilla que posteriormente resultará en la Revolución Industrial. El entender el concepto de calor sirvió de andamiaje para que apareciera la máquina a vapor. La aplicación de esta fuente de energía realmente transformó el sistema de trabajo imperante en el siglo XVIII. El vapor sería la gran fuerza motriz de ese siglo. Se inventaron máquinas textiles cada vez más precisas, hasta que James Watt inventó su célebre máquina de vapor en 1765, que fue patentada en 1769. Este invento permitió que a finales del siglo XVIII se fabricaran los primeros telares accionados por vapor, que eliminaron una gran cantidad de mano de obra. El invento y desarrollo del motor a vapor reemplazó a la energía muscular proveniente del hombre y las fuerzas del agua y el viento, con lo cual el trabajo manual pasó a convertirse en mecánico.
Las primeras manifestaciones de la Revolución Industrial y el nacimiento del régimen fabril tienen sus orígenes en la máquina textil. La primera máquina para hilar algodón fue lograda por James Hargreaves, carpintero-tejedor de Blackburn. Durante los años 1764-1767 inventó un torno o maquinaria simple, movida a mano, por medio de la cual una mujer podía hilar, al principio seis o siete, pero después hasta ocho hilos a la vez. Por otro lado, el pedal del torno dio a Watt el modelo para transformar el movimiento alternativo en rotativo en una máquina de vapor. En la misma época, Richard Arkwright, barbero y confeccionador de pelucas de la ciudad de Preston, construyó en 1768 el “bastidor”. Era una máquina hiladora movida por una rueda que era impulsada por una corriente de agua y que producía un hilo más resistente que la de Hargreaves. La tercera máquina para hilar algodón fue la de Samuel Crompton, un tejedor de Bolton. El inventor de la primera máquina para tejer algodón fue el clérigo y poeta inglés Edmund Cartwright, quien en 1784, diseñó un telar provisto de una lanzadera automática, movido por una energía proporcionada por caballos, ruedas hidráulicas o bien máquinas a vapor. Pero fue la industria de la seda la que estuvo asociada a un paso muy importante en la mecanización de los telares. Joseph Marie Jacquard, mecánico e inventor francés, hijo de un tejedor, trabajó con su padre desde la niñez en una hilandería de seda y trató de mejorar el telar, automatizándolo.
Apoyado por Napoleón Bonaparte, presentó en 1805 el famoso telar de Jacquard, máquina que permitía fabricar telas con hilos de distintos colores e intrincados dibujos mediante el uso de tarjetas perforadas, y que podía ser manejada por un solo operario.
La nueva máquina fue acogida con hostilidad por los tejedores, que quemaron muchas y atacaron al autor, pero finalmente se impuso. En 1819, el gobierno francés concedió a Jacquard una medalla de oro y la Legión de Honor.
En la imagen siguiente se observa un telar de Jacquard y cómo se fabricaban las tarjetas perforadas, base de su funcionamiento.
Con la llegada del siglo XIX, el desarrollo de la química orgánica de síntesis permitió un gran desarrollo de la industria textil a partir de las anilinas que William Henry Perkins fabricó en 1856. Con el correr de los años se idearon nuevos procedimientos para que permitieron generar otros colorantes de amplio uso.
En otro polo del trabajo científico europeo, en Suecia, donde con algún retraso se había fundado en 1710, en Upsala, la Sociedad Real de las Ciencias, el desarrollo de la minería y la mineralogía condicionó el surgimiento de una escuela de químicos que a lo largo de este siglo realizó numerosos aportes en el análisis de minerales, en la comprensión y gobierno de los procesos de su reducción, enterrando definitivamente el ideal alquimista de transformar metales nobles en oro. Entre 1730 y 1782 se reportan los descubrimientos del cobalto, níquel, manganeso, wolframio, titanio y molibdeno. En poco más de cincuenta años se superaría el número de metales descubiertos en más de seis siglos de infructuosa búsqueda alquimista. Con el paso del tiempo, estos metales se emplearían en la fabricación de materiales estratégicos para el avance tecnológico.
Dada la importancia práctica de los procesos de combustión es comprensible que las primeras propuestas teóricas estuvieran enfiladas a explicar lo que acontecía durante la quema de los combustibles. No es posible olvidar que en la Europa de la segunda mitad del siglo XVII la industria metalúrgica experimenta cierta expansión, y este desarrollo implicaba un costo energético que se sustentó en la tala de los bosques europeos. Resulta sorprendente sin embargo que fueran tempranamente emparentados las reacciones de combustión y el enmohecimiento que sufrían los metales.
En el siglo XVIII, la obtención de los gases y el estudio de sus propiedades es fundamental y sirve como andamiaje en el desarrollo de la fisiología, la medicina, etcétera. Los experimentos de Cavendish, Black y Priestley tienen un denominador común: pretenden penetrar en la comprensión cualitativa de los fenómenos que estudian, y al hacerlo despliegan una enorme imaginación y creatividad. Así, Henry Cavendish (1731-1810), al investigar con particular atención la reacción del ácido clorhídrico con hierro, observó que se recogía un gas invisible que burbujeaba, y que era inflamable e inodoro: estaba describiendo al hidrógeno. Al lanzar esta hipótesis se basó en dos de sus propiedades: era el gas más ligero de los conocidos y presentaba una alta inflamabilidad. A Cavendish corresponde el mérito de haber determinado algunas constantes físicas que permitieron diferenciar objetivamente unos gases de otros. Este científico preparó o sintetizó agua pura a partir de sus elementos. Lavoisier invirtió el proceso. Descompuso o analizó el agua pura en sus dos elementos constituyentes, mediante el desarrollo tecnológico de su época.