Como es sabido, “utopía” significa, literalmente, “no lugar”. El término se relaciona, por analogía y por oposición, con palabras como “eutopía” (buen lugar) y “distopía” (mal lugar). Los relatos de ciencia ficción responden a uno u otro dependiendo de la aprobación o la desaprobación del autor de la sociedad que describen.
En 1932, un año antes de la asunción de Hitler al poder, Aldous Huxley (1894-1963) escribe Brave new world (Un mundo feliz).
La novela de Huxley profetizaba la manipulación de embriones que, en el libro, es usada en pos de la creación de individuos adecuados, psicológicamente, a la profesión que el destino tiene reservada para ellos. De este modo, por ejemplo, aquellos fetos que, en un futuro, se convertirán en ascensoristas, son gestados en frascos chicos y rociados con un poco de alcohol para evitar que desarrollen demasiado su inteligencia y se sientan limitados dentro de su profesión.
1984, de George Orwell (1903-1950), vaticina un futuro igualmente aterrador. El desencanto producido por la moderna sociedad industrial y los excesivos métodos de control impuestos por el fordismo en sus fábricas le ofrecen a Orwell un escenario propicio para el desarrollo de la trama. A la manera del Estado policial implantado por el estalinismo y el panoptismo descrito por Foucault para nombrar los métodos de control instaurados por el capitalismo salvaje en la modernidad, el Estado en la novela de Orwell vigila a sus ciudadanos con celo y afán de dominación.
La “deshumanización” –según la ensayista norteamericana Susan Sontag (1933-2004), el motivo más fascinante de la ciencia ficción– es puesta en escena en ambos relatos para conjeturar los posibles estragos que el desarrollo científico y tecnológico producirían en las relaciones humanas.
En el prólogo de Ballard a su célebre novela, Crash (1973), el desenlace de ese desarrollo es sentenciado con exactitud. “La víctima más aterradora de nuestra época -escribe allí- (es) la muerte del afecto”.
“La pradera”, de Ray Bradbury, incluido en su libro El hombre ilustrado (1951), tematiza esta muerte. Además de anticipar la realidad virtual, este relato explora los límites de la tecnología y sus efectos en los vínculos familiares. Aunque en mucho diferente del texto de Bradbury, una breve novela del escritor rosarino César Aira titulada El juego de los mundos (2002) también puede leerse desde esas coordenadas. Una posible consigna de producción para llevar a cabo con nuestros alumnos puede proponerles que escriban un cuento donde la ciencia haya “matado” al afecto.