“Naturalmente, las películas son flojas allí donde las novelas de ciencia ficción (algunas de ellas) son fuertes: en lo científico. Pero, en lugar de una elaboración intelectual, pueden proporcionar algo que las novelas nunca podrán proporcionar: elaboración sensorial (...) Las películas de ciencia ficción no tratan de ciencia. Tratan de catástrofes, que es uno de los temas más antiguos del arte”1
Esta cita de Sontag nos habla de una diferencia sustantiva entre el cine y la literatura de ciencia ficción.
Los efectos especiales, la puesta en escena, el vestuario, el sonido, todos los recursos de los que se vale el lenguaje cinematográfico para narrar una historia, son doblemente preciados en este género. De allí que un film de ciencia ficción que no despierte la curiosidad del espectador o que no genere su sorpresa corre siempre el riesgo de volverse tedioso y sin sentido.
Fahrenheit 451 (Ray Bradbury), Crash (Ballard), La guerra de los mundos (Wells), entre muchas otras, han sido llevadas a la pantalla grande por directores como Steven Spielberg y David Cronenberg, poniendo en escena los mundos ficcionales que imaginaron sus autores al momento de escribirlas.
Pero la relación entre novela y film no siempre es tan transparente. La liga extraordinaria (2003) o la trilogía Matriz (1999), por ejemplo, deben gran parte de su trama argumental a la imaginería de Jules Verne y de William Gibson, respectivamente, aunque sus historias gocen de una autonomía que las distancia del original.
De cualquier modo, en tanto el espectáculo es en gran medida el atributo por antonomasia que define a las películas de este género, es posible decir que si existe un tipo de literatura que mejor habilite su adaptación al cine, ese sea acaso el de la ciencia ficción.
1 Sontag, Susan. Contra la interpretación, Barcelona, Seix-Barral, 1984.