Una de las críticas a la que fue sometida la historia estructural o macrosocial consistió en que se trataba de una historia sin actores sociales. La observación no es del todo justa: los hombres –en su dimensión individual o colectiva– siempre estuvieron presentes en los estudios históricos. Pero esta crítica revelaba una diferencia sustancial acerca de la forma de concebir a estos actores, cuyo eje se asentaba alrededor de las respuestas dadas a la siguiente pregunta: ¿cuál es la importancia de la acción humana, incluyendo sus razones, su voluntad o su intencionalidad, para explicar los fenómenos sociales que estudian los historiadores?
Las respuestas de las concepciones estructurales solían colocar en segundo plano estas dimensiones porque consideraban a los actores sociales como una especie de víctima pasiva de determinaciones de diverso tipo. No era la voluntad de los hombres lo que explicaba sus acciones, ni las acciones de los hombres lo que explicaba la realidad social; en cambio, eran las causas geográficas, económicas, mentales o culturales las que determinaban los procesos sociales.
Por ejemplo, para el historiador francés Lucien Febvre, el escritor Rabelais no podía ser ateo en el siglo XVI por carecer de las herramientas mentales, filosóficas y conceptuales que le permitieran serlo. Al explicar la Reforma, Febvre sostiene que las sobredeterminaciones de la época de algún modo condenaron a Lutero a producir la Reforma protestante. Para otro historiador, Fernand Braudel, el emperador Carlos V fue presa de un imperio en el que “nunca se ponía el sol”. En la Argentina, se decía que Rosas actuó como lo hizo por su condición de estanciero. Para otros tantos historiadores, en general marxistas, la burguesía moderna no podía escapara a su lógica que ponía en primer plano la maximización de sus beneficios.
Como vimos, desde fines de los años sesenta la propia práctica social de muchos jóvenes universitarios estudiantes de carreras sociales y humanísticas –ellos mismos educados por historiadores que provenían de la historiografía macrosocial– puso en cuestión esta creencia.
En efecto: ¿de qué modo podía un estudiante francés en las barricadas parisinas de mayo de 1968 compatibilizar la famosa consigna “la imaginación al poder” con la idea de que la acción de los sujetos no era relevante para comprender los procesos históricos?
El fuerte contenido voluntarista de la consigna, un verdadero canto a la capacidad de los hombres para construir su futuro, se contradecía de plano con la visión de la historia que aprendían en los claustros universitarios. Así, la idea de que los actores, sus acciones y sus deseos tenían un papel relevante en el proceso histórico pasó de las prácticas políticas a las ciencias sociales, de las barricadas a los libros.
Así, desde comienzos de los ochenta buena parte de las indagaciones históricas y las explicaciones de los procesos recayó sobre los actores sociales. La realidad social ya no se concibe como una estructura que impone sus determinaciones a los hombres, sino como el resultado de la acción de esos hombres, como creaciones históricas de los actores que ya no se imaginan cómo, y no como resultantes ineluctables de factores o fenómenos estructurales de los que los actores son simples portadores pasivos. Así, proliferaron no sólo aquellos estudios destinados a explicar la acción de los hombres, sino también aquellos orientados a estudiar la construcción y evolución de los actores históricos.
No se trató de un cambio radical y absoluto sino de una cuestión de grados, de acentos y matices. Los historiadores contemporáneos no ignoran que los hombres son objeto de condicionamientos que limitan su acción, es evidente que la sola voluntad de los hombres no basta para dar explicaciones sobre la realidad social, pero aun así, los actores sociales inciden activamente en su construcción. Se trata además de actores que reflexiva e intencionalmente son capaces de conocer e interpretar el pasado para dirigir sus acciones e incidir en el presente y el futuro. La tarea de los historiadores será entonces comprender el sentido de tales acciones desde una perspectiva hermenéutica, interpretativa.
Pero el cambio producido en la historiografía contemporánea no se limitó a revalorar el rol de los hombres y sus acciones; por el contrario, también se modificó la propia concepción acerca de quiénes son los actores significativos, es decir aquellos que deben ser objeto de estudio por las ciencias sociales.
La historia macrosocial identificaba unos pocos actores de una naturaleza fuertemente abstracta: se trataba más bien de entidades que agrupaban grandes masas de individuos y que por ello contribuían a homogeneizar y modelizar más que a diferenciar comportamientos. Generalmente estos grandes actores eran identificados a partir de la propia naturaleza de las determinaciones estructurales de una sociedad. Así, en la sociedad capitalista se identificaba a la burguesía y el proletariado, o en la sociedad feudal a señores y campesinos. Era la lógica del sistema (feudal o capitalista) la que determinaba la existencia de estos actores y no la propia observación histórica: por esto, más que actores, se trata de categorías de análisis de fuerte contenido abstracto y escasa correspondencia con los hombres concretos de carne y hueso.
En cambio, para la nueva historia que surge de la crisis de los paradigmas los actores son unidades concretas de acción que expresan la heterogeneidad de lo social. Son, además, actores concretos y empíricamente verificables: a la historiografía contemporánea le interesarán más los burgueses que la burguesía, o más aún, por ejemplo los burgueses de Francia o de una determinada zona de Francia en un determinado período histórico. Más que la lógica de un sistema encarnado en actores abstractos y globales, en las últimas décadas se estudian las experiencias concretas de actores también concretos. Este reconocimiento del sujeto implica una complejización de los objetos de estudio, pues constituye una concepción basada en la diferencia, en la heterogeneidad, en la diversidad, en la subjetividad y en la relatividad de los procesos sociales. La multiplicación de los actores condujo también a la multiplicación de los puntos de vista para su análisis: ya no se trataba de pensar todo el tiempo cómo un abstracto proletariado “luchaba” contra la opresión de otra abstracta burguesía porque así era la lógica del capitalismo; al identificarse el estudio de la historia con sujetos concretos tomaron importancia nociones como representaciones e imaginarios sociales, sensibilidades, subjetividades y experiencias atribuidas a su vez a un universo de actores que puede incluir: viejos, jóvenes, niños, mujeres, minorías étnicas, sexuales o culturales, trabajadores, consumidores, etcétera.
Veamos a modo de ejemplo la historia de las mujeres, campo en franca expansión y que cuenta con numerosos cultores –mayoritariamente historiadoras–, distribuidas en institutos, áreas, programas de investigación, que a su vez cuentan con publicaciones, jornadas científicas y foros. La aparición de estos estudios se relaciona –tal como lo venimos argumentando– con el movimientismo social y político radical de la década de los sesenta y parte de la de los setenta, a favor de la liberación de la mujer. Textos como el dirigido por G. Levi y J. C. Schmitt sobre la Historia de los jóvenes.