Ya hemos dicho que la modernidad instala al discurso científico en un lugar destacado, en un proceso muy relacionado con la desacralización de la naturaleza. Junto a esto también se consolidará la diferenciación entre el orden natural y el orden humano.
La indagación científica sobre la naturaleza tendrá, en este contexto, un carácter fuertemente instrumental, esto es, orientado a fines prácticos. La industria, el comercio y en general las actividades económicas harán un uso intenso de los resultados de investigación, en la medida en que permiten implementar nuevos procesos productivos o producir nuevos bienes, con el consiguiente beneficio económico y también en la satisfacción de necesidades de las personas, beneficios ambos que, cabe señalar, se distribuyen muy desigualmente entre los grupos sociales. La imagen de la ciencia como una fuente de poder se vincula con estas cuestiones.
El desarrollo tecnológico resultante de los avances científicos se incrementó paulatinamente, y permitió un creciente uso y manipulación de la naturaleza. Los elementos que se extraen de ella son transformados en productos que circulan como mercaderías y dan lugar al desarrollo de actividades económicas y la generación de ganancias. Luego de ser utilizados o consumidos, de diversas maneras y con distintas características, estos elementos vuelven a la naturaleza, que cumple entonces otra función, la de repositorio de desechos.
Si observamos este proceso poniendo en foco a la naturaleza, veremos que es causa de una profunda alteración o transformación de la misma, que ha llegado a niveles impensados escaso tiempo atrás. Prácticamente toda la superficie del planeta ha sido puesta en función de estos procesos y participa en ellos de diversas maneras: como proveedora de elementos (minerales, forestales, etc.), como recurso para la obtención de otros productos (suelo agrícola), como lugares para recibir desperdicios (fondo del mar, aire, áreas desvalorizadas).
Esto ha provocado reacciones negativas crecientes entre la población mundial; en particular a partir de la década de 1960 y en fuerte relación con el peligro nuclear, las amenazas de agotamiento de los recursos y los crecientes niveles de contaminación, lo que en un primer momento se denominó “conciencia ecológica” fue creciendo y generando un contexto de crítica y rechazo frente a esta situación, con propuestas de resolución por cierto muy disímiles (sobre las características de los movimientos ecologistas, puede consultarse, entre otros, Ballesteros y Pérez Adan, 1997). Las condiciones de la naturaleza se convierten, de este modo, en un problema social.
La manipulación de la naturaleza y su instrumentalización en función de las actividades económicas, al mismo tiempo, sustentaron también un orden social y económico que fue consolidándose junto con ella, el capitalista. El trabajo humano aplicado a la manipulación de elementos naturales se convirtió en una fuente de valor cuya desigual apropiación y distribución fue la fuente de la acumulación de capital, capital que, en parte, se reinvirtió para reforzar este proceso. Los procesos productivos se fueron especializando, alejando al trabajador del producto de su trabajo, en pro de la mayor productividad. El desarrollo conllevó bienestar para una parte de la población, pero no para todos. Este fue otro frente de insatisfacción y conflicto, claramente social.
En esta apretada síntesis, no deberían dejar de mencionarse las dimensiones políticas implicadas en la apropiación y uso de la naturaleza. Los conflictos por el acceso y control de los recursos naturales, en cualquier nivel escalar, son la manifestación más evidente de esta cuestión.