En 1895, un físico alemán llamado Wilhelm Röntgen, quien trabajaba en la Universidad de Würzburg, descubrió una forma de radiación electromagnética capaz de atravesar cuerpos opacos y de impresionar películas fotográficas: los rayos X. Con el desarrollo de esta técnica comenzó un período de avances sin precedentes en la historia de la biología, que no podía avanzar más por las limitaciones de las tecnologías existentes.
Al hacer incidir un haz de rayos X sobre una sustancia, esta se difractará formando un patrón de refracción especial, relacionado con el ordenamiento de sus moléculas. Esta técnica, conocida como difracción de los rayos X, nos permite averiguar la estructura de una sustancia estudiada (por medio de la comparación con patrones de difracción ya conocidos). Uno de las personas que más influyó en el desarrollo de esta técnica fue un inglés, quien al examinar un pedazo de lana, notó que el patrón de los rayos X producido por la lana estirada tenía una estructura diferente al de la lana relajada. Este descubrimiento hizo pensar a muchos en que los rayos X podían ser usados para estudiar la estructura de ciertas moléculas, y en los años 1930, comenzó a usarse esta técnica para analizar la estructura de proteínas. Sin embargo, probablemente el uso más común de los rayos X sea el que todos conocemos: para ver los huesos.
Figura 1. Reproducción de una radiografía de mano tomada en 1896.
Gracias a la difracción de rayos X se logró uno de los conocimientos más significativos en el campo de la biología: la estructura de doble hélice del ADN en 1953, por cuyo descubrimiento Maurice Wilkins, James Watson y Francis Crick fueron galardonados con el Premio Nobel en Medicina 1962.
Este modelo científico marcó un hito en la biología molecular de profundas consecuencias conceptuales, experimentales y tecnológicas. El estudio del ADN creó nuevos desafíos, que se fueron resolviendo a medida que se crearon nuevas tecnologías para cortar, duplicar, identificar, secuenciar o manipular secuencias de genes.