La historia como disciplina escolar tiene una breve historia. Por lo pronto, no tuvo entidad de tal hasta bien entrado el siglo XVIII. En la Ratio Sudiorum de 1599 —regla que pautó la organización de los colegios jesuitas dispersos por diferentes continentes—, se la consideraba como un saber lúdico reducido a la simple narración de eventos que era conveniente dosificar y que, por tanto, debía tratarse en el marco de las actividades recreativas y de repaso llevadas a cabo en los días sábado. Hoy diríamos que los jesuitas consideraban a la historia como un “contenido extraprogramático”. Por su parte, Comenio, el padre de la didáctica, no estuvo muy alejado de esta perspectiva. En su Didáctica Magna, de 1657, consideraba a la historia como un “simple condimento” disperso en el marco de los estudios más serios como la lengua, la retórica o la lógica (Cuesta Fernández, 1997).
Sin embargo, a partir de la formación de los sistemas educativos nacionales, desde fines del siglo XVIII y a lo largo de todo el XIX, la historia comenzó a definirse como disciplina escolar, con contenidos, estructura y límites propios, al tiempo que el Estado asumía la administración de la educación e intervenía decididamente en la orientación y control del currículum. Su origen como disciplina escolar dejaría una marca en la enseñanza que llega hasta hoy. Su sentido quedaría profundamente asociado a la legitimación de los Estados y a la conformación de las naciones. También el origen sellaría contornos paradójicos: la historia se convierte en la historia de naciones inexistentes al proyectar al pasado una nación en construcción y una historia política sin política, “ya que se cuenta más como una epopeya patriótica que como un verdadero campo de disputa entre individuos y grupos“ (De Privitellio, 1998).