Aportes para la enseñanza en el Nivel Medio - Historia
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Introducción

Si aprovechamos un paseo para detenemos unos minutos frente a los estantes o las mesas de cualquier librería llegaríamos a la conclusión de que la historiografía es hoy una disciplina en franca expansión. Cientos de títulos intentan seducir a los lectores proponiendo una mirada original sobre los más variados procesos del pasado. Si, en cambio, observamos el fenómeno más sistemáticamente, notaríamos que la producción de los últimos treinta y cinco años permite verificar el volumen creciente y la rica diversidad de la producción historiográfica. Libros, colecciones, publicaciones periódicas en formatos tradicionales y electrónicos, presentaciones a jornadas científicas y congresos –algunos de ellos virtuales–, emprendimientos editoriales: todos ellos contribuyen a conformar una nutrida biblioteca de historia que no parece dejar de crecer.

Pero las novedades en la disciplina no se limitan a una cuestión cuantitativa; por el contrario los estándares globales de calidad de esta producción se han elevado sensiblemente debido, entre otras razones, a una apreciable internacionalización de la disciplina que redundó en una mayor comunicación y conocimiento entre los historiadores y su producción. Los temas, los marcos conceptuales y los métodos –es decir, los modos de encarar el estudio de la historia– circulan en nuestros días con una notable velocidad, lo cual ha permitido que, sin descartar la existencia de debates y disensos, hoy existan importantes consensos entre quienes se dedican al estudio del pasado.

Uno de estos consensos admite que durante las últimas tres décadas hemos asistido a un cambio profundo en los contenidos y los métodos de aquello a lo que llamamos análisis histórico, más allá de las valoraciones positivas o negativas que cada historiador haga de esos cambios. Los orígenes de esta historiografía reciente remiten a su vez una dramática transformación en las miradas y las perspectivas de las ciencias sociales, a la cual podemos denominar crisis de los paradigmas o crisis de los modelos de explicación macrosociales. En pocas palabras, se trata de la crisis de los criterios de explicación propuestos por el funcionalismo, el estructuralismo y el marxismo, que tanto éxito habían tenido desde finales de la Segunda Guerra Mundial. Más allá de las diferencias existentes entre estas corrientes, todas ellas compartían un conjunto de características comunes, en especial el hecho de que partían de una concepción global o estructural de la realidad cuyo análisis aspiraba a identificar regularidades históricas que permitiesen formular relaciones generales o leyes históricas. Tal era la fuerza de esas leyes, que el papel de los hombres, de sus ideas y de sus acciones quedaba reducido al mínimo, en tanto eran simples expresiones de leyes estructurales que los superaban y que muchas veces ni siquiera podían comprender. Retomando una vieja expresión de Marx utilizada por muchos marxistas de posguerra, consideraban que los hombres hacían la historia, pero no sabían qué historia estaban haciendo. Era en cambio el historiador o el cientista social quien debía explicar las regularidades, es decir las leyes, de esa historia.

Entre las razones que precipitaron estas modificaciones en la forma de concebir la historia se encuentra la propia historia. Entre fines de los años sesenta y comienzos de los setenta se produjo un conjunto de acontecimientos cuya magnitud y efectos han dado fundamento a la idea de la existencia de una verdadera ruptura civilizatoria, en la medida en que afectaron los propios fundamentos de la sociedad occidental.

En primer lugar, fueron fundamentales los movimientos sociales que buscaron dar forma a un futuro utópico libre de explotación y coerciones, movimientos que se expresaron a través de distintas formas insurreccionales. Entran en esta amplia categoría de fenómenos desde el Mayo Francés al hippismo, desde la descolonización a la Guerra de Vietnam, desde la revolución cultural china al movimientismo de América Latina. La profunda crisis económica mundial de los setenta y el advenimiento de la sociedad post industrial completan el cuadro. Por efecto de estos fenómenos, el generalizado optimismo de la segunda posguerra –base sobre la cual crecieron los grandes paradigmas funcionalistas, estructuralistas y marxistas–, cedió paso a la incertidumbre sobre el futuro del mundo. La idea de que el mundo tenía un futuro relativamente previsible, que según los casos podía ser desde el progreso hasta el socialismo, también le daba un sentido a los análisis del pasado que, de esta manera, parecían ajustarse a leyes sociales imaginadas por los historiadores. Pero una vez que la realidad dejó de ajustarse a estos pronósticos optimistas –el colapso de la URSS a fines de los años ochenta cerró definitivamente la sucesión de crisis iniciadas a comienzos de los setenta– la incertidumbre sobre el futuro mundial se trasladó naturalmente a los análisis sobre las sociedades del pasado. Ya nadie parecía seguro de ninguna ley, ya sea que se pretendiera aplicarse al pasado, al presente o al futuro.

La envergadura de los cambios acontecidos afectó al conjunto de las Ciencias Sociales imponiéndoles la necesidad de revisar sus marcos conceptuales y los métodos empleados por ellas. En el caso de la Historia, los cuestionamientos fueron intensos y llegaron a poner en cuestión la propia legitimidad científica de la disciplina, de allí que varios analistas se refieran a la esta coyuntura con la fórmula crisis de la Historia, aunque obviamente este diagnóstico no fue compartido por todos los historiadores.