Sylvia Saítta, doctora en Letras, investigadora del Conicet y docente de la Facultad de Filosofía y Letras
Cursé mis estudios secundarios en un colegio privado de Villa del Parque, entre los años 1978 y 1982. Desde la primaria, Lengua y Literatura fueron mis materias preferidas. Recuerdo con especial afecto a mi maestra de séptimo grado del área de Lengua, la señorita Amalia, pues con ella aprendí las reglas gramaticales, aprendí a recitar poemas gauchescos, aprendí a buscar libros –que ella me sugería– en la biblioteca de la escuela. Recuerdo que fue en ese momento que decidí cursar la carrera de Letras cuando me recibiera, y es a la única maestra del área que recuerdo en mi formación como lectora.
En la secundaria, en cambio, las profesoras que me tocaron en suerte poco hicieron para estimular la lectura de textos que no fueran los que figuraban en el programa como obligatorios. Las clases de Castellano de los tres primeros años eran bastante aburridas, a pesar de mi fascinación por el análisis sintáctico; las de Literatura, de los dos últimos, fueron decididamente malas. El poco interés que la literatura despertaba en las profesoras se transmitía a quienes las escuchábamos; los textos eran analizados sin ningún tipo de énfasis, como si fuese lo mismo leer un poema de Machado que una obra de teatro de Calderón de la Barca o un episodio del Martín Fierro. Recuerdo, sobre todo, un episodio de mi quinto año de secundaria. Como yo había quedado fascinada por el romanticismo, leí completa la novela Amalia, aunque en clase sólo nos habían pedido que leyéramos unos pocos capítulos. Grande fue mi decepción cuando la profesora resumió su argumento en estas palabras: se trata de una viuda muy piola, que después de heredar la fortuna de su marido, se enamora de un joven… Sin palabras.
Recuerdo pocos libros completos de lectura obligatoria en la escuela secundaria, ya que nos manejábamos principalmente con la selección de textos que figuraba en el manual de Literatura de Loprete. Los géneros predominantes eran el cuento, el teatro y la poesía; salvo en el caso de alguna obra de teatro, los libros –de cuentos o de poesías– no se leían completos sino que se analizaba un cuento o algunos poemas. A través de la biblioteca de mi escuela –porque no había una gran biblioteca en mi casa– reponía la lectura de aquellos libros cuyos argumentos –que venían en el manual de Literatura– habían despertado mi interés; también de algún poema. Recuerdo entonces haber leído, por completo, la obra de Federico García Lorca y de Antonio Machado, muchos romanceros, alguna compilación de poesía española del siglo XX, cuentos de Marco Denevi y Manuel Mujica Lainez, algunas obras de Calderón de la Barca, y el Quijote.
El análisis de los textos era de contenido, y en algunos casos se marcaban algunos procedimientos más bien elementales: la diferencia entre el diálogo directo y el discurso referido, el uso de ciertas metáforas, el predominio de algunas imágenes, el sistema de personajes principales y secundarios, el uso de la descripción. No recuerdo haber aprendido mucho más. Las lecturas de los textos eran parte de la tarea domiciliaria, y no recuerdo lecturas en voz alta, salvo de algún poema.
Como antes señalé, se utilizaban manuales de Literatura en los cuales se daban los datos necesarios para ubicar al autor y su época, las características generales de su obra, algún rasgo del movimiento literario en el cual se inscribían. Nunca leí bibliografía ni crítica ni teórica en el secundario. El corpus literario estaba formado principalmente por poemas, cuentos y obras de teatro de literatura española, latinoamericana y argentina. No recuerdo haber leído textos de otras literaturas.
A la pregunta de si aquellas clases tuvieron significación para mi formación como lectora, puedo responder que, en mi caso –y no en el de mis compañeras de curso– la tuvieron, pero por la negativa. Desde muy chica comencé a leer y tenía la certeza de que tenía que existir una manera de leer y de acercarse a los textos literarios distinta de la que hacían mis profesoras de secundaria. En ese sentido, creo que aquellas clases fomentaron mi propia lectura de los textos y mis propias opiniones sobre aquello que leía; una libertad de criterio que muchas veces creí haber perdido en los primeros años de la carrera de Letras, cuando a menudo las perspectivas teóricas me alejaban de lo que yo pensaba.