Susana Chamas, profesora en Letras, actualmente es directora de un colegio secundario.
Cursé la escuela secundaria durante la segunda presidencia de Perón en el Normal N° 5. Si bien yo quería el Liceo, mis padres opinaron que el Normal era más conveniente considerando la salida laboral, las generosas vacaciones docentes y la consideración y el respeto social...
La escuela en sí, quiero decir la currícula, los contenidos, cumplieron con las expectativas de una buena formación enciclopédica. Los profesores y profesoras (la distinción de género es de la última época, no se me hubiera ocurrido hacerla en aquella época), con diferencias individuales, eran en su conjunto gente que sabía qué hacer. Recuerdo con reconocimiento las clases de Historia en el Ciclo Superior, también las de Ciencias y Matemática, pero –qué curioso– las de Lengua y Literatura están más bien borrosas. En una oportunidad, creo que en mis 14 años, le comenté a la profesora de Literatura que estaba leyendo Juan Cristóbal, de Romain Rolland, y ella me dijo “¿Por qué no lee mejor la guía de teléfonos?”.
En otro momento, creo que a los 16 algo, tal vez un docente me despertó una verdadera pasión por el teatro y leí con disciplina los autores que estaban de moda en los teatros independientes. Esa época fue formidable en cuanto a la lectura como disfrute y al complemento de la escena: Hugo Betti, Tenessee Williams, Lorca, Sartre, Camus, Arthur Miller, Bernard Shaw, Eugene O'Neill. Todo junto hasta que se fue acomodando, ocupando registros, convocando emociones. No creo que el teatro ocupara un lugar especial en los programas, para nada, sino que por alguna razón, y no creo que haya sido un maestro, me incliné para ese lado. Fue muy rico y de gran disfrute. No así las clases. Por cierto no era un propósito amenizar. Las lecturas eran áridas y en general no se pasaba; en cuanto a trabajo del texto, de escribir un resumen, que era en realidad comprobar si se había leído o no. Un clásico fue siempre recurrir a Don Segundo Sombra para practicar el dictado. No había trabajo de escritura como tal, creo que siempre se entendió que esa tarea ya venía con los genes. Las lecturas se hacían en casa y se trabajaban en la clase, pero repito, todo quedaba a nivel de contenido. Si te atrevías a deslizar un comentario inmediatamente se desacreditaba. Las evaluaciones giraban alrededor de la prueba escrita o el clásico oral. Muchas veces se trataba de recitar y, por qué no, declamar. Así memoricé buena parte de El Romancero gitano, partes de La Celestina, Shakespeare, El Cid y luego el deslumbramiento de El Quijote.
No recuerdo con especial cariño a mi escuela secundaria, tampoco a ningún profe en particular... pero cuánto reconocimiento. ¿A quién? Al Estado, que nos daba esa posibilidad. A mis padres: “Leé un libro”, “Andá al teatro”, “Este sábado al Colón”. Qué época la de esas primeras lecturas con las voces en escena de Alejandra Boero, Norma Aleandro, Alfredo Alcón. ¡El Teatro del Pueblo, La Máscara, el IFT... y tantas otras cosas! No, no puedo reeditar Juvenilia, ni tampoco a monsieur Jacques, pero creo que todo junto: la presencia del Estado, el resguardo de la escuela pública, la armonía de la casa, la conquista de comprar un libro o el orgullo de ir a la biblioteca del barrio, inscribirse en algún lugar de la cultura, aun a riesgo de alejarse de los padres, hacen de esa época, sin nada en particular sino en su conjunto, una verdadera pertenencia.