Pablo Betesh, poeta y traductor.
Me tocó hacer el colegio secundario en un nacional del Gran Buenos Aires durante los peores años del siglo pasado. A esa época habrá que atribuirle los acentos poco amables y el ánimo de revancha que me invaden apenas empiezo a revolver en mis recuerdos. Las circunstancias políticas también pueden ser consideradas responsables del sabor amargo que me dejó el estudio de materias, sobre todo de Lengua y Literatura, por las que sentía una fuerte y temprana inclinación. Y del hecho, por cierto no menor, de no haber podido retener siquiera el nombre de alguno de mis profesores.
Como en un juego de muñecas rusas, los libros habían caído dentro de la materia de Literatura, la lengua dentro de la materia Castellano, las materias dentro de las planificaciones, las planificaciones dentro de la educación, la educación dentro de la política y la política dentro de la vertical del cuartel. Y al cuartel íbamos para ser debidamente formados, pues la patria podía llamarnos algún día a sus filas. Para evitar que algún vestigio de vida adolescente y civil se colara en lo que los adultos llamaban, sin sonrojarse, “el templo del saber”, apenas ingresábamos al colegio, un escuadrón de preceptores se dedicaba a detectar delitos capilares, suprimir risas y podar avances incipientemente eróticos.
Actos aparentemente insignificantes, como meter la mano en el bolsillo o llevar desprendido el último botón de la camisa, levantaban una polvareda de recriminaciones y conjeturas terroristas. Mascar chicle era antiargentino. Leer era sospechoso. Qué decir entonces de moverse, hablar o preguntar. Las reglas del juego se reducían a dos, cristalinas, inolvidables: obedecer y aguantar. Pero si la formación que recibí era ridícula y vacía, no fue del todo vana. Al menos, cuando ahora tengo que hacer la cola para pagar, me ayuda el recuerdo de esas mañanas imborrables contando los pelitos rasos de la nuca de mi compañero.
Las órdenes, en ciertos casos, podían dejar de cumplirse. Bastaba para ello una buena razón, que en la sinrazón militar sobraban, y sobre todo la complicidad de los compañeros. Paradigma de la incipiente desobediencia civil en la que se vio envuelta mi clase fue nuestra natural disposición a favor del copiado. Sabíamos, como todos, que la educación consistía siempre en copiar del profesor y nunca en copiarse o dejarse copiar por el compañero. Pero las órdenes y los alaridos nos eran demasiado hostiles. Así, hasta los más fervientes adictos a las píldoras de conocimiento, enseguida prestaron carpetas y lanzaron salvavidas al mártir que desarmaba su ignorancia en el frente o ante el examen en blanco.
Resultaba casi gracioso ver a la instrucción poner tanto escrúpulo en el copiado del pizarrón, con el fin de que coincidieran programa, planificación y carpeta, y castigar con igual énfasis esa misma acción dirigida, no hacia el frente, sino hacia el costado. A la serie interminable de abusos que los adultos perpetuaban sobre nuestras cabezas en nombre del orden imperante había que sumarle este nuevo disparate. Pero nosotros ya desde primer año habíamos entendido que el conocimiento escolarizado venía varias veces devaluado. Y que los profesores nos odiaban casi tanto como odiaban a sus respectivas materias, por lo que no tenía ningún sentido soñar con músicos en Música o historias en Historia. Copiarse se convirtió en un modo clandestino de ser solidarios entre nosotros, mientras nos vengábamos de una formación oficial obsesionada con el frente y con ese negro pizarrón en donde los profesores nos estafaban diariamente en nombre de nuestro futuro. Era una manera de evitar, de resistir y de denunciar tácitamente esa estafa.
Ahora que vengo a entregar, con esa dulzura que traen los años, toda mi bronca y mi vergüenza por haber sido tan mal educado, quisiera reivindicar esa práctica solidaria. Sacarla, aunque sea en la brevedad de esta página, de la condena escolar que padece injustamente. Pienso que en lugar de sospechar de los alumnos, docentes y autoridades deberían más bien poner el ojo en el absurdo no desprovisto de imbecilidad que ostentan los principios de nuestro sistema educativo.
A falta de profesores, lo que subsiste de aquellas largas horas en mi memoria son apenas vidrios rotos: fragmentos del Mio Cid, fragmentos del Libro del Buen Amor, algunos capítulos del Quijote, fragmentos del El Matadero, doscientos versos del Martín Fierro, Juvenilia y un cuento de Borges, Biografía de Isidoro Tadeo Cruz (1829-1874), además de las ocho millones de frases descoloridas para analizar sintáctica, semántica y morfológicamente. Y una áspera y permanente sensación de encontrarme en el lugar equivocado. De haber dejado de bailar en la fiestita infantil para quedar fosilizado, junto a la Lengua y a la Literatura, en el velorio de un muerto que no aparecía ni se nombraba jamás.
Curiosamente, Lengua y Literatura encontraron refugio en el último orejón del tarro. Al tiempo que tratábamos de acomodarnos lo mejor que podíamos, lo que en la jerga estudiantil se conoce como zafar, subrepticiamente se mezclaban entre nosotros, en esa parte de vitalidad que poseíamos y que el régimen no conseguía domesticar.
Mientras afuera el silencio era salud, entre los pupitres se deslizaba la lengua natal, la nuestra, pasando una bola de boca en boca, haciendo chistes o poniéndoles sobrenombres a compañeros y profesores, deslizando papelitos con mensajes, escribiendo melosas dedicatorias a la amistad en las agendas, jugando al tutti frutti mientras la profesora hacía llorar al Mio Cid, inflando las cargadas futboleras del lunes y declarando la guerra o el amor.
Libre de la doble censura –la externa y la interna– que asolaba al país de aquel entonces, entre nosotros la lengua recuperaba aire, se soltaba con sentido hasta adquirir casi corporeidad.
La literatura, que naturalmente crece en las grietas personales y no en la aridez barroca y chata de los poderes del Estado, aparecía en otro momento clave de nuestra educación, que sufre, al igual que copiarse, un lamentable descrédito. Me refiero al guitarreo, despiadadamente ignorado por el diccionario de la Academia Argentina de Letras, y cuya mala fama espero al menos atenuar.
Al margen de habernos salvado en más de una oportunidad, el guitarreo era una instancia única que se filtraba en el sistema educativo para conjugar varias facultades que no encontraban en ese ámbito otra instancia donde desarrollarse. Quien pasaba al frente a guitarrear hacía uso de su imaginación, de su gracia, de su seducción. Hacía uso, ante todo, de lo que sabía de verdad, y no de lo que había estudiado la noche anterior para vomitarlo en el balde del estímulo-respuesta. En ningún otro momento el alumno se veía confrontado con su propia capacidad de improvisación para hilar materiales dispersos, persuadir al docente y poner en escena, con fines prácticos, sus conocimientos.
Toda aquella persona que se haya visto alguna vez obligada a pasar al frente a pulsar su instrumento, sabe que, por efecto del nerviosismo, la ignorancia y la premura, la labia adquiere rápidamente acentos ficcionales, apenas nos encontramos dentro de lo que comúnmente se conoce como “el verso” o “el chamuyo”. Bajo el pulso de esos acentos, la literatura hacía un primer acto de presencia con un delirio razonablemente demostrado.
Cabe signar aquí que el guitarreo prescindía de la guitarra, pero nunca del verso. De esta manera, es la verdadera escuela preparatoria al “verseo”, traslación estético-práctica del guitarreo, que coincide con su antecesor en el modo, aunque no en la materia. Pues el principal objeto del verseo no es disimular la propia ignorancia ante la profesora, sino la propia fealdad ante una chica. Ya por este último dato, este yuyito crecido entre las baldosas rotas de la educación nacional debería ser regado y venerado como una planta mágica.
No ignoro que, para el mundo de las letras argentinas, estas razones no bastan para aplaudir la supervivencia de esta verdadera clase de improvisación oral. Es el momento de recordar, entonces, que el guitarreo es la malla que se encuentra en el origen de nuestra literatura nacional, cuyo primer verso dice “aquí me pongo a cantar”. Pues quien guitarrea ante el profesor o la clase no es un guitarrero ni mucho menos un guitarrista, sino un aprendiz de payador. Después de todo, a nadie como a él le corresponde actualizar aquellos versos iniciales de la cultura criolla, que dicen:
Durante cinco años, fui abundantemente instruido en el arte de fingir que los libros no existían. Que nuestra natural propensión a la ignorancia exigía la presencia de un cura para que nos explicara las Sagradas Escrituras. Que no habíamos aprendido a hablar nuestra lengua en el caos de miles de voces, sino siguiendo una planificación. Que la poesía y el canto eran realmente y solamente la unidad cuatro del programa de quinto. Fingir que los escritores y los lectores no podían existir sin comentarios, controles de lectura, análisis, resúmenes, intenciones del autor y caracterizaciones de personajes. Que la lectura obligatoria no era, en términos amorosos, una violación. Y que la lengua y la literatura aceptaban impasibles verse reducidas a la solemnidad de las materias y al regateo de la nota. Como si ellas no se vengaran de quienes las maltratan.
Mantenerme fiel al recuerdo del colegio secundario y, simultáneamente, a mi amor por las lenguas y las letras, me lleva a reivindicar lo mejor de esos años tenebrosos, que nada hicieron a favor de los libros y de mi vocación, y que en mi caso fueron desde luego los compañeros, los recreos y las horas libres que pasé con ellos.
Nos tocó ser víctimas de una misma educación que pugnaba por sacarnos lo mejor que teníamos para darnos a cambio lo peor que ostentaba la civilización colonial, en su versión acuartelada. Pero al menos, tuvimos la dicha de encontrar amparo, al igual que la lengua y la literatura, en nosotros mismos. Lo que ciertamente no es poco.
Pablo Betesh
Nací en la ciudad de Buenos Aires, en 1965. Resido en Neuquén desde 1995. Actualmente, subsisto gracias a traducciones y clases de francés. He dado cursos y talleres de estímulo a la lecto-escritura a alumnos y docentes de escuelas primarias y colegios secundarios, y colaboro con el Plan Nacional de Lectura, que organiza el Ministerio de Educación. En 1999 publiqué un libro de poesía, Zero, en Ediciones Último Reino.