Martín Kohan, doctor en Letras; escritor y docente en la Facultad de Filosofía y Letras
Podría distinguir entre mis profesores de Literatura del colegio secundario (al igual que entre los profesores de la universidad, y entre los críticos literarios, y entre los investigadores, y entre los escritores) a aquellos que se ocupaban de la literatura porque les interesaba muchísimo, a veces incluso más que nada, y aquellos que lo hacían pero podrían perfectamente haberse dedicado a alguna otra cosa.
Hice mi secundario en el Colegio Nacional de Buenos Aires entre 1980 y 1985. Las clases de Literatura que tuve en el colegio a lo largo de seis años tuvieron características bastante diferentes. Hubo profesores que administraban textos y análisis con el desgano de un funcionario público y hubo profesores que transmitían exactamente eso que uno ya sospechaba: que la literatura podía sentirse como un mundo preferible a todos los demás.
Tal vez no había diferencias metodológicas tan acentuadas: en ambos casos había lecturas en clase y creo que guías de preguntas. Manuales no. La diferencia era más que nada cualitativa: si había o no vibración en las lecturas, o si las preguntas de las guías suponían o exigían –de los estudiantes, pero también de los docentes– alguna clase de compromiso particular con el texto y con su lectura, o si eran un simple trámite que en el fondo evocaba –aunque no lo fuera– el multiple choice. Recuerdo especialmente a dos profesores: María Elvira Meyer (por ella seguí la carrera de Letras) y Polito. Con la Meyer el teatro ocupó un lugar más relevante que lo habitual en el curso. A Polito lo tuvimos en quinto o sexto año, y entonces nos dio la posibilidad de manejar bibliografía de nivel universitario (la que se daba en la cátedra de Enrique Pezzoni en ese mismo momento). En ambos casos había mucha discusión en clase y mucho margen para que desarrolláramos ideas propias en los trabajos escritos (pero no por eso se nos abandonaba a la mera opinión o a las meras impresiones iniciales que pudiésemos tener, y que a veces terminan siendo coartadas para no esforzarse más). Era difícil seguir las clases si uno no estaba verdaderamente pensando en todo lo que se decía. Las ideas surgían como resultado de esa disposición general; expresarlas oralmente o por escrito podía llegar a convertirse en una necesidad personal.
El curso de tercer año con la Meyer, en 1982, donde se vieron por ejemplo los textos de Teatro Abierto, fue también un ejemplo de lo que la entereza intelectual le permitía hacer a una docente de Literatura, en un colegio donde había habido muchos desaparecidos, donde todavía había servicios camuflados como preceptores, cuando todavía imperaba la dictadura militar.
Ahí va mi evocación, que ya me ha puesto en estado de nostalgia.
Un abrazo, Martín.