Marcos Herrera, escritor
Entré a primer año de la escuela secundaria en 1979. Yo tenía la sensación de que había entrado al ejército. Me acuerdo de la primera clase de taller: hojalatería. ¿Qué hago yo acá?, pensé en ese enorme galpón donde un profesor llamado Capelleti nos explicaba cómo plegar chapa. En esa época todo estaba militarizado. El año anterior habíamos salido campeones del mundo. Y ese año saldríamos campeones por primera vez con Maradona en Malasia. Hice la secundaria en el E.N.E.T. Nº 27 Hipólito Yrigoyen. Todavía siento, cuando escribo este nombre, que lo estoy haciendo con caligrafía técnica, para la materia dibujo técnico. Una materia que era pura disciplina. O sea: nada de creatividad. El E.N.E.T. Nº 27 está en la calle Lope de Vega y Baigorria, en el barrio de Versailles. Yo me recibí de técnico químico en el año 1984.
Mi profesora de castellano se llamaba Barbero y le decíamos “La Mosca”. Era sádica. Un escepticismo invulnerable se reflejaba en sus ojos fríos. Nos despreciaba. Sabía que la suya era una materia marginal. Sólo la tendríamos en primero y segundo año. Luego vendría ese maravilloso desierto de las ciencias exactas. Nosotros seríamos técnicos. O sea, bárbaros.
La Mosca nos inculcó el odio por el sujeto y el predicado, por las conjugaciones verbales y por El Conde Lucanor. Si alguien, ahora, me pregunta qué es el subjuntivo, debo decir que no sé. Y también debo decir que no me importa.
Tampoco me importa saber que la fórmula del ácido sulfúrico es H2SO4, pero nunca pude olvidarme de esto. Tampoco pude olvidarme de qué significa: quiere decir que el ácido sulfúrico está compuesto de dos partes de hidrógeno con una de azufre y cuatro de oxígeno.
La víctima favorita de La Mosca era Papagna. Un chico tímido, petiso y mal alumno. Estaba en el pelotón de los peores del curso. Lo martirizaba de distintas formas. Cuando lo descubría metiéndose los dedos en la nariz, le decía cosas como: No sea asqueroso Papagna, no ve que se le van a agrandar las fosas nasales de tanto escarbarse. Cuando lo elegía para tomarle lección y Papagna tartamudeaba su ignorancia, le decía: ¿Usted es imbécil? Y se quedaba callada interminables segundos, esperando que el pibe dijera algo.
A mí también me pescó metiéndome los dedos en la nariz. Otro asqueroso. A Herrera también se le va a deformar la nariz por meterse los dedos.
Un día, nos hizo escribir una redacción. Ahí descubrí, confirmé mis sospechas: a mí me gustaba escribir. La Mosca me puso un nueve.
Luego vinieron los años de todas las químicas, álgebra y análisis matemático, física aplicada. Yo en mi casa leía a Salgari, a Verne. Luego vino Sherlock Holmes. Luego, Bradbury y Sturgeon. Y luego Chandler, Hammett. Había dos mundos separados. Por un lado, el colegio; por otro lado, mis lecturas. A los 17, cuando estaba en quinto año, dije: voy a escribir una novela policial. Empecé y a las pocas páginas abandoné. Y me puse a escribir poesía. Había descubierto en la biblioteca de mi viejo una antología del Centro Editor: Poesía del Siglo XX. Breton, Huidobro, Dylan Thomas, Vallejo. Me gustaba todo lo que fuera alucinógeno y rebelde. Descubrí a Artaud y me afilié a la demencia y a la glosolalia. Y con Dylan Thomas me emborraché varias veces. Terminé la secundaria en 1984. En 1986 abandoné la carrera de Letras y saqué mi primer libro de poemas.
La escuela secundaria fue fundamental en mi formación como escritor. Fue el recorrido de un tren fantasma. O sea, un juego sórdido y berreta, divertido y peligroso. Ahora, a más de veinte años de aquella época, siento como si mis compañeros y yo hubiéramos sido un grupo de buzos que llegan a la superficie luego de haber estado sumergidos durante seis años a cientos de metros de profundidad.