Julia Saltzman, licenciada en Letras y editora.
Cursé el colegio secundario en el Liceo de Señoritas N° 1 José Figueroa Alcorta, de Santa Fe y Anchorena, en el Barrio Norte de la Ciudad de Buenos Aires. Ingresé en 1972 y egresé en 1976.
De los cursos de Castellano, de primero a tercer año, no recuerdo casi nada, sólo que transcurrían sin tropiezos, ya que le resultaban fáciles a una chica muy lectora, sin faltas de ortografía y con dominio de la redacción. Recuerdo el apellido de la profesora de segundo año, “la Falco”. Pasaron sin pena ni gloria por mi vida y no me acercaron nuevas lecturas. En esa época, pero en forma totalmente independiente del colegio, yo seguía leyendo, sin seleccionar, lo que me caía en las manos: Juan Salvador Gaviota, de Richard Bach, Vagamundo, de Eduardo Galeano, El diario del Che en Bolivia, Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, poemas de Mario Benedetti y de Neruda, Cartas a mi hija adolescente, de un norteamericano cuyo nombre olvidé, obras de Shakespeare, cuentos de Abelardo Castillo, Juan José Hernández, Haroldo Conti…
En cuarto año correspondía Literatura Española, y ese curso fue una de las dos experiencias de aprendizaje académico más importantes de mi vida. Fue amor verdadero y para siempre, y como tal marcó mi vida. La profesora, María Celeste Genovesi de Rossi, era una mujer de algo más de cuarenta años, egresada de un profesorado. La recuerdo hermosa y vibrante, transmitiendo con fervor los contenidos de su materia y yendo mucho más allá, ya que me enseñó también teoría literaria, historia, música, artes plásticas… Leímos todos los textos del programa: El Cantar de Mio Cid, los cuentos del Infante Don Juan Manuel, el Libro del Buen Amor, del Arcipreste de Hita, al Marqués de Santillana, La Celestina, El lazarillo de Tormes. Y, a medida que avanzaba el año, con el Siglo de Oro, llegó el deslumbramiento: la Égloga Primera de Garcilaso, los sonetos de Lope de Vega y Quevedo, la hermosísima poesía de San Juan de la Cruz. También, por supuesto, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, Góngora… Y no sólo gocé de esos textos literarios, y compré los libros y los aprendí, sin querer, de memoria; aprendí muchísimo sobre géneros literarios, sobre retórica, sobre movimientos artísticos y culturales. La “señora de Rossi” me presentó a Huizinga, a Amado Alonso, a Arnold Hauser, a Ortega y Gasset. Teníamos un texto base –Literatura española de Fernando Díaz Plaja– pero no significó para mí nada al lado de El otoño de la Edad Media, Materia y forma en poesía, El arco y la lira, la Historia social de la Literatura y el Arte y otros. En ese año, que se recorta entre todos los demás de mi adolescencia, empecé a estudiar en bibliotecas: la de la Caja de Ahorro, la del Maestro, la del Congreso; fui por primera vez a conferencias y cursos; aumenté considerablemente mi biblioteca personal con libros de Gredos, de Columbia, de la colección Austral y Clásicos Ebro, que todavía conservo, forrados en papel manteca y muy anotados con lápiz negro: esquemas rítmicos, figuras retóricas, conceptos, todo está allí como testimonio de un trabajo muy gozoso. Otro pico de entusiasmo, otra ola de amor imperecedero sobrevino en la segunda mitad del año cuando abordamos el modernismo y la generación del 27, y el programa quedó dominado por los poetas (aunque no faltaron las menciones a Pérez Galdós, Pío Baroja, Unamuno y otros prosistas). Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado por sobre todos, pero también García Lorca, Salinas y otros se incorporaron para siempre a mi vida.
Lo que no podría decir es si todo ese aprendizaje fue realmente colectivo o se trató de una relación entre profesora y una sola alumna: yo, porque cuando ella explicaba, para mí la realidad de la clase y las compañeras dejaba de existir. Sólo en las pruebas retornaba, y me acuerdo de haber soplado bastante.
Yendo a las preguntas concretas, los textos se analizaban tanto desde el contenido como desde la forma, se hacía mucho hincapié en el contexto histórico y cultural y, se relacionaban los textos entre sí. Para mí ese método de aprendizaje tenía todos los méritos y ningún defecto: el contacto con los textos era directo; el impacto estético y emocional, profundo; el mundo se ampliaba y los versos quedaban en la memoria como eterna fuente de alegría y consuelo. Con respecto a dónde se leía, creo que la profesora mandaba a leer en casa y después, en clase, se volvía sobre los textos. Las evaluaciones consistían tanto en pruebas para resolver en la clase como en trabajos para entregar. En los dos casos escribíamos textos de nuestra propia cosecha; ese era el lugar para la escritura, ya que ya habíamos pasado la etapa de la “composición” o “redacción”, propia de la primaria. La lectura en voz alta sí tenía lugar, y también el dictado, actividades que eran funcionales al desarrollo del curso, no como pruebas de nuestra competencia en las habilidades lectoras y ortográficas.