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Crisis, especificidad e incertidumbre de la literatura

Durante y después de la Primera Guerra Mundial se suceden en Europa diversos movimientos artísticos (cubismo, expresionismo, constructivismo, dadaísmo, surrealismo, etc.) que tienen en común el cuestionar una cultura que ellos consideran responsable de la Primera Guerra Mundial. Estos grupos llevan adelante dos acciones inéditas en el ámbito de la estética. Primero, cuestionan instituciones artísticas como la academia, la crítica y los canales de distribución, produciendo obras difíciles de catalogar para la concepción tradicional del arte. Segundo, intentan acercar el arte a la vida, a través de producciones artísticas que afecten de un modo directo a los receptores.

¿Qué cambios producen en la literatura estas revueltas estéticas?
Por un lado, se cuestiona la noción de sujeto; se fragmenta su percepción y se denuncia la imposibilidad de acceder a la experiencia que ese sujeto, a través de sus sensaciones, puede representar. Por otro lado, se pulverizan las formas y géneros tradicionales de la literatura, la idea de autor, de gusto; el lenguaje literario deja de ser un lenguaje ornamentado y separado de lo cotidiano. Esto culmina con una puesta en cuestión de qué es artístico y qué no.

De esta manera, durante las dos primeras décadas del siglo XX, los movimientos de vanguardia resquebrajan la idea del arte que tan pacientemente se había ido constituyendo a medida que la burguesía se expandía económica, política y culturalmente. Estas transformaciones obligan a revisar las antiguas concepciones del arte en general y de la literatura en particular. Desnudan las inconveniencias para definir qué es una producción artística –en este caso verbal y escrita–, denuncian que no es suficiente pensarlas como obras “creativas”, únicas, originales; como producciones de un “autor” consagrado; como parte de una literatura “cerrada” y “nacional”.

Simultáneamente con los movimientos de vanguardia, entre 1916 y 1930 surge una nueva corriente crítica y teórica que, frente al rechazo de las viejas formas artísticas, trata de encontrar qué es lo que en definitiva caracteriza lo específicamente literario. Esa corriente es el formalismo ruso, cuyos principales integrantes son el ensayista Víctor Sklovski, el historiador de literatura rusa y escritor Yuri Tiniánov, el crítico Boris Eichelbaum, el periodista Osip Brik y el citado lingüista Roman Jakobson.

En un principio, intentan tomar distancia de la crítica tradicional, que basaba sus juicios tanto en el estudio de las lenguas clásicas como en el estilo y que estaba saturada de perspectivas impresionistas y subjetivas, de gustos individuales. Por ello, a lo primero que aspiran es a trabajar con los materiales literarios: desean fundar una crítica y una teoría “objetivas” para poder distinguir lo particular del lenguaje literario.

Los formalistas están preocupados por definir su objeto de estudio. Para ellos lo que hace que una obra dada sea literatura es la “literaturidad”. Esta particularidad la buscan en la materia verbal, y en los cambios que produce la forma artística sobre esa materia lingüística. Así, encuentran que el texto literario se define por un uso “raro”, “extraño”, “artificial” de la lengua, de su normativa, sus sonidos, su sintaxis, etcétera. La forma literaria da un uso distinto al lenguaje que cotidianamente usamos para comunicarnos y al realizar ese uso “fuera de lo común” el lenguaje se vuelve “extraño”, lo percibimos de otro modo. La literatura nos obliga a “desautomatizar” nuestra relación con el lenguaje, a reconocerlo, es decir, volver a conocer ese instrumento del que nos valemos para hablar y escribir y de esta manera se convierte en un lenguaje estético.

La “literaturidad” de los formalistas señalaba aquello diferente que hacía literario a un texto, pero no definía qué era literatura. Por esta misma razón, identificaron un uso “literario” del lenguaje que se puede, a su vez, reconocer en otros discursos (pensemos, por ejemplo, en el discurso publicitario) y que vuelve poco específica para la literatura esa particularidad. En definitiva, pareciera no haber un rasgo único y definitivo que caracterice a la literatura: ni el autor, ni el gusto, ni la tradición, ni el lenguaje, ni siquiera el contexto de publicación puede garantizar (cada uno por separado) el reconocimiento de una obra literaria como tal.